El pasado 10 de diciembre de 2025 se detuvo una de las voces más libres, indomables y poéticas que ha dado la música en español.
Robe Iniesta, alma y brújula de Extremoduro, se marchó dejando tras de sí un legado tan inmenso que resulta imposible medirlo en discos, giras o premios. Robe era otra cosa: un territorio emocional, una forma de decir verdades sin pedir permiso, un modo de mirar el mundo desde el borde del abismo… y encontrar belleza en él.
Desde sus primeros pasos en los bares polvorientos de Plasencia hasta llenar estadios, Robe mantuvo siempre la misma esencia: la honestidad absoluta, la lealtad a la palabra y la capacidad de convertir lo íntimo en universal. Su música nunca fue simple rock; fue literatura hecha guitarra, poesía que no necesitaba libros, visceralidad disfrazada de acordes desgarrados.
Un lenguaje propio
Robe no escribía canciones: escribía himnos para los rotos, para los que buscan, para los que sienten demasiado. En sus letras convivían la melancolía y la rabia, la ternura y la furia, la filosofía y la calle.
Con Agila, Deltoya, Pedrá o La ley innata, reformuló el rock español y lo llevó a un espacio donde la crudeza y la sensibilidad podían abrazarse sin pedir perdón.
Su voz áspera, humana, profundamente real tenía la capacidad de desarmar y reunir, de hacer que miles de personas sintieran que aquellas palabras hablaban directamente de ellos. Porque así era Robe: un artista capaz de abrir su pecho y que cada uno encontrase dentro reflejos de sí mismo.
Nunca dejó de buscar
Incluso cuando Extremoduro cerró su ciclo, Robe siguió explorando. Mayéutica o Se nos lleva el aire demostraron que el espíritu inquieto del extremeño seguía vivo, buscando nuevas formas de contar, de sentir, de atravesar a quienes le escuchaban. No repetía fórmulas: las desobedecía. No se acomodaba: se arriesgaba. No bajaba la voz: la afinaba a su verdad.
Un adiós que nos deja huérfanos, pero acompañados
Su muerte ha sacudido al rock español porque se va uno de los últimos grandes. Pero, como sucede con los artistas que no se explican, sino que se sienten, Robe no desaparece: se transforma.
Permanece en cada joven que descubre que una canción puede cambiarle la vida.
En cada guitarra que busca una progresión imposible.
En cada poeta que encuentra refugio en la música.
En cada concierto donde alguien grita las letras como si fueran confesiones.
Robe nunca quiso ser un ídolo, pero lo es.
Nunca quiso ser un mito, pero ya lo era en vida.
Y nunca quiso ser eterno, pero lo será mientras sus versos sigan ardiendo.
Que su música siga sonando
Hoy, quienes crecimos con él no lloramos solo a un músico:
lloramos a un compañero de viaje, a un filósofo de la calle, a un poeta eléctrico que nos enseñó que la vida duele… pero también abraza.
Que el amor es complejo… pero infinito.
Que la libertad tiene un precio… pero merece cada cicatriz.